Silvestre Byrón on Thu, 18 Mar 2004 06:10:13 +0100 (CET)


[Date Prev] [Date Next] [Thread Prev] [Thread Next] [Date Index] [Thread Index]

[nettime-lat] EAF - Cáttedra Sciacca II


                      EAF/Portfolio
                   Cáttedra Sciacca II
         LOS DOS IDEALISMOS Y LA AUTODISOLUCION 
              DEL PENSAMIENTO MODERNO

	Legendario editor de los Giornale di Metafisica
(1946), actualizado por la Web, el filósofo italiano
Michele Federico Sciacca (1908-1975) creó una teoría
“de la integridad”  vinculando doctrinas de la vida y
la razón. Es autor de “Studi sulla filosofia moderna.
(Marzorati. Milán, 1964).
Inherentes a la cuestión de Dios en la filosofía, dos
proposiciones publicadas como “L’autodissoluzione del
pensiero moderno” (Quaderni di Roma # 1-2; 1948) e “I
due idealismi” (Humanitas #3; 1949), revelan la
incoherencia y dilución del mundo moderno. El
principio de la interioridad.-

	Cuando el «católico» Descartes, haciendo tabula rasa
de la tradición y de toda otra autoridad, puso en los
comienzos de la búsqueda la duda «hiperbólica» aunque
«provisional»,dejó en suspenso a la verdad, a toda
verdad, a Dios. Línea cartesiana: de la duda
hiperbólica a la razón que decreta ser verdadero
únicamente lo que es racionalmente claro y distinto;
Descartes, aunque no abiertamente todavía, niega que
la razón tenga límites y extiende su dominio a toda la
verdad; fuera de las ideas claras y distintas no hay
verdad, porque sólo existe la verdad que la razón
puede «comprender»; es la razón la que «circunscribe»
la verdad y no viceversa. El pensamiento moderno tiene
su comienzo en el instante en que se reivindica el
carácter absoluto de la razón; la inicial «duda
hiperbólica» constituye el acto mismo del nacimiento
de la «razón hiperbólica», autosuficiente y
omnicomprensiva, dictaminadora de la propia soberanía
absoluta, aún cuando Descartes siga considerando a
Dios como garantía de todo humano saber.
      El pensamiento moderno nace con su pecado
original, el que la razón comete contra sí misma, el
acto irracional de proclamarse absoluta. Así le parece
a Pascal, cuyo pensamiento filosófico-religioso es la
primera protesta de un gran moderno contra el
pensamiento moderno: el acto con el que la razón niega
que algo la sobrepasa es irracional, ya que es
racional y conforme, por tanto, a su orden auténtico,
intrínseco y siempre actual reconocer que muchas cosas
la sobrepasan; esto no es escepticismo, como algunos
siguen repitiendo todavía, sino reivindicación de la
racionalidad de la razón a nivel de su «norma» contra
la cartesiana razón hiperbólica, no racional; contra
la razón desencadenada en 1673, año de la publicación
del Discurso sobre el método. 
      Desde entonces la razón ha estado en guerra con
el misterio, pues ni los misterios son necesarios, ni
la vida es un enigma; el llamado misterio res una
dificultad provisional, un obstáculo que la razón
superará; y si es insuperable, entonces es una
dificultad ficticia, aparente, un idolum specus o
superstición religiosa. Desde finales del XVII, el
carácter «laico» de la cultura y de la vida comienza a
adquirir una sugestión irresistible; la guerra contra
la religión es conducida con fe de apóstoles: el mundo
humano y natural, en su totalidad, puede ser
explicado, sistematizado y organizado casi
perfectamente por la razón (por la ciencia) hasta el
punto de hacer «superflua» la religión. La instancia
occamista de la filosofía «separada» es extremada y
generalizada: no sólo la filosofía, sino también el
hombre, la sociedad, el Estado, la ciencia, la moral y
la política son «separadas» de la religión; ya no hay
más deberes hacia la Iglesia y el Estado, sino
derechos del hombre contra las «usurpaciones» de la
Iglesia y el Estado; papeles mojados son los
testimonios de la tradición; también las Sagradas
Escrituras son puestas en duda; Bousset tiene mucho de
qué ocuparse. Toda la segunda mitad del siglo XVII y
casi todo el XVIII trabajan con espíritu mesiánico en
la gran empresa de rehacer el mundo sobre la base de
la sola razón; la protesta de otro moderno ilustre, la
de Vico, fue casi ineficaz.
      Pero la absolutez de la razón es conquistada a
costa de graves denuncias y negaciones arbitrarias. La
metafísica, en su verdadero sentido, es un tejido de
fantastiquerías, por lo que debe rechazarse: se
renuncia a ella con la ingenua convicción de que nada
se pierde; la «nueva» es identificada con el análisis
de la sensación y de las facultades intelectivas, con
la psicología y la ideología. Locke es el teórico de
la nueva «metafísica», el filósofo providencial, el
esperado: dentro de los límites de la experiencia, la
razón es señora absoluta, lo que es tanto como decir
que un hombre encerrado en una mazmorra es señor de su
prisión, aunque no vea más allá de un palmo de sus
narices; «más allá» no hay más que obscuridad,
mitología, el fruto de la creencia. De este modo, la
filosofía se mundaniza y tiende a identificarse con la
ciencia: cientificismo y filosofismo caracterizan al
siglo XVIII. La felicidad ya no se espera en las
alturas; se la proyecta en un futuro histórico, se
alcanza en la tierra y no en el cielo; aquí y no allá;
no hay más felicidad que la lograda en esta tierra. Ya
no se habla del cristiano Regnum Dei, sino del mundano
y racional regnum hominis: la fe es abolida por la
razón, Dios por el hombre y por la naturaleza, en
donde se cumple el destino del hombre; la vida ya no
es una prueba, sino un fin en sí misma; no tiene otro
sentido religioso que el que le confiere el culto de
la razón y de la ciencia. Ésta es la revolución del
«siglo de las luces», de la razón que ilumina las
«tinieblas de la Edad Media», el obscurantismo de la
edad bárbara o cristiana; acaso jamás ha estado tan
ciega la razón como en esta época frente al destino
del hombre.
      El racionalismo moderno, de Descartes a Wolff, a
excepción de Spinoza, sigue siendo creyente en cuanto
a su intención, religión y cristiano; su metafísica no
es antropocéntrica, sino teocéntrica, pero encaminada
ya hacia un racionalismo y un cosmologismo
incompatibles con el Dios cristiano. En efecto, el
Dios-Causa de la metafísica racionalista, conservador
y rector del mundo, se aleja cada vez más del
Dios-Persona para identificarse con el Dios-Ley
suprema del Universo. El sistema de Newton le reconoce
al mundo un orden eterno, como se lo reconoce el de
Leibnitz, pero tal orden, en la metafísica
racionalista y en la ciencia de los siglos XVII y
XVIII, se hace gradualmente, pero inexorablemente
también, autónomo hasta rechazar, por considerarlo
innecesario, cualquier apoyo trascendente; la Razón
del cosmos es identificada con el Dios-Causa y Ley del
Universo, Dios con la Naturaleza: es la conclusión
coherente de Spinoza e incluso la revancha de
Aristóteles y del aristotelismo: un Dios-Causa del
Universo, cosmológico, no puede ser el Dios-Persona
del Cristianismo, y como Causa y Ley suprema de la
Naturaleza y de su orden viene a identificarse con
esta última. El racionalismo moderno, influido por la 
metafísica de Aristóteles y por la ciencia moderna,
diviniza el Cosmos y niega a Dios.
     Kant creyó poner un poco de orden, limitar la
absolutez de la razón haciéndola crítica de si misma;
pero, hijo del Iluminismo y convencido de que la razón
ya había alcanzado la edad de la madurez crítica,
privó a la fe religiosa de sus «preámbulos» racionales
y redujo la religión a los límites de la misma razón;
aceptó el dogma racionalista de la razón fundante y
constructora de la verdad y el empirista de que los
límites del saber humano son marcados por la
experiencia sensible. Su mérito reside en haber
liquidado la metafísica del racionalismo moderno: fiel
a la concepción del mundo tal y como la había
configurado la ciencia de Galileo a Newton, transpuso
el problema de la existencia de Dios de la cosmología
a la moral, del mundo natural al humano, pero con esto
la Crítica, que no ha recuperado ni el sentido del ser
ni el de la Idea, logra solamente abrir el camino a
una nueva forma de racionalismo (el idealismo
trascendental), que identifica el principio del
conocer con el de lo real, y sucesivamente al
positivismo, que identifica lo real con el fenómeno de
experiencia. Viviendo todavía el mismo Kant, el «Yo
pienso» se hace «Egoidad» de Fichte; después, a través
de Schelling, llega a ser la razón absoluta de Hegel,
con la que se cierra el ciclo abierto por la «razón»
cartesiana; la razón desencadenada conquista al fin la
plenitud de sí misma. La regla del método de Descartes
–es «verdadero todo lo que la razón conoce como claro
y distinto»- tiene su explicitación conclusiva en el
aforismo hegeliano «lo que es racional es real y lo
que es real es racional»; todo cuanto queda fuera
resiste, escapa a la mediación dialéctica, es lo
no-real. El racionalismo pre-hegeliano había afirmado
el carácter absoluto de la razón, pero dentro de los
límites de lo que es reductible a la racionalidad;
Hegel, después de Kant, construye el sistema de la
Razón absoluta, que resuelve en su proceso
lógico-dialéctico, como momentos propios, no sólo la
metafísica, sino la misma religión: lo Real es la
Razón y la Razón es lo Real; la filosofía concluye y
se concluye; ya no hay lugar para problemas y
misterios, sino para la solución y la claridad
definitivas de la fe y en la Razón absoluta. Por esto
Hegel concluye la aventura de la razón, que pone en sí
misma el fundamento de toda cosa: la Razón es Dios,
que ya ha muerto antes de que Nietzsche lo proclame,
porque lo ha matado la razón contra razón.

                       *  *  *

      Hegel, parafraseando las palabras atribuidas a
Luis XV, habría podido decir: «¡Después de mí, el
Diluvio!» La Razón hiperbólica, fundamento de sí
misma, ha estallado como la rana de la fábula: la
Razón hegeliana es la concepción de la razón más
irracional o irrazonable que jamás se haya
«imaginado».
      Después de Hegel comienza la segunda fase de la
aventura del pensamiento moderno: la razón pierde la
confianza en sí misma; su carácter absoluto, gradual,
pero inexorablemente, se revela como un mito. Hubo
alguien que, a tiempo –otra protesta de un moderno
contra el pensamiento moderno-, trató de poner las
cosas en orden, de reducir la razón a razón, de
satisfacer las exigencias que había manifestado de
Descartes en adelante en el plano de una filosofía que
tuviera la conciencia de sus límites y de sus
aspiraciones, pero no fue escuchado por ninguna parte;
me refiero a Antonio Rosmini, que tuvo el valor de
decir lo que aún hoy no osan cuantos repiten que no se
puede volver «a antes de Kant», como si fuera valentía
y no pusilanimidad y pereza el no atreverse a volver a
antes del pecado de la razón autosuficiente. Rosmini
tuvo la gallardía de decir que era preciso remontarse
al punto de la fractura, a Descartes, al momento en
que la razón se había hecho fundamento de sí misma, y
allí demostrar que una razón que se autofunda se
anega, porque es infundada o está fundada en un acto
irracional; y allí, a través del mismo proceso del
pensamiento moderno, con el fin de hablar un lenguaje
comprensible por él y que exprese sus exigencias,
volverle a dar la razón, sobre la base de la razón más
crítica y auténtica, su fundamento, la verdad
objetiva, su luz interior, la Idea del ser.
       Pero no ha sucedido así: el pecado que había
engendrado el «monstruo» de la Razón absoluta se ha
lanzado a alcanzar las últimas consecuencias
destruyendo su diabólica criatura: con ella, se ha
destruido a si mismo. La Razón hegeliana ha estallado;
la razón que había perdido a Dios, ahora se ha perdido
a sí misma. Con el mismo encarnizamiento con que había
tratado de construirse autónoma y absoluta, se auto
destruye ahora absolutamente. En un primer momento, el
positivismo, batiéndose en retirada, se esfuerza en
salvarla dentro de los límites de la experiencia
sensible, de una filosofía «reducida» a metodología de
las ciencias naturales; la roca viva es la absolutez
de la Ciencia, el otro mito del pensamiento moderno:
hay que renunciar a la absolutez metafísica (Hegel)
para mantener y mejor garantizar la del saber
científico. Pero también la fortaleza positivista es
atacada: intuicionismo, vitalismo, pragmatismo,
relativismo, filosofía de la acción y de la vida, son
posiciones todas ellas irracionalistas o
anti-intelectualistas, así como algunas formas
actuales de existencialismo, historicismo,
metodologismo científico, problematicismo, etc.; sin
embargo, la desconfianza en la razón autosuficiente lo
es en principio inmanentístico, alma del pensamiento
moderno; por consiguiente, proceso de autodisolución.
Por otra parte, precisamente porque la polémica
anti-racionalista y anti-intelectualista hiere de
muerte la irracional concepción de la razón
hiperbólica y la abstracta y angosta razón científica,
deja intacta a la razón auténtica; es más, abre el
camino a su restauración, sin que la que vagará
siempre lejos de sí misma, y con ello, el hombre,
enteramente mundano, no tendrá otro destino que la
nada. En efecto, la última palabra, hasta hoy, de este
proceso de autodisolución del pensamiento moderno, es
la «anulación» de la solución (todo es problema); la
«anulación» de la existencia y del ser (todo es
posibilidad y finitud); la «anulación» del bien (todo
está suspendido de la arbitrariedad, más allá de la
libertad y de la razón); o se caerá en el mito de un
perfecto sistema económico, garantía de un bienestar
cada vez mayor: en suma, o el absurdo o la
trivialidad. Y es precisamente en este momento cuando
el pensamiento concreto y vivo, el hombre en la
plenitud de su estructura ontológica, se plantea el
problema del sentido y del fin de su existencia y, con
él, el de Dios; esfuerzo de recuperación con el que la
filosofía reconquista el propio vigor racional contra
la razón hiperbólica, que se autoniega con el
existencialismo, la «náusea de la impotencia», según
la definición de Gurvitch, o se siente auto-exaltado
en la mediocridad del bienestar considerado como fin
último de la existencia. Es la «catástrofe de la
filosofía» como alguien ha dicho. De acuerdo; pero,
entonces, es necesaria la catarsis, ya que una
tragedia sin catarsis corre el riesgo de convertirse
en farsa trágica y a la vez cómica.
      Pero hay elementos, al menos de importancia
negativa, que hay que recuperar en el existencialismo,
vasto aunque no profundo movimiento filosófico y
cultural, que ha hecho que el pensamiento moderno se
aclare a sí mismo, poniéndolo frente a la
inconsistencia de sus mitos (de la Razón, de la
Ciencia, de la Humanidad, de la Historia, etc.), ha
denunciado la substancial impotencia de una ficticia
razón omnipotente y ha recogido, haciéndolos madurar,
los frutos de más de medio siglo de anti-racionalismo
y anti-intelectualismo. El existencialismo, sin
embargo (dejando a un lado el cristiano), como
rebelión frente a la irracional razón autosuficiente y
como su disolución, contrapone al absurdo el absurdo:
la negación de la verdad, de la razón, del valor, como
si la única y verdadera razón fuera la hiperbólica
no-razón de la filosofía y de la ciencia moderna; por
esto, después y contra el existencialismo, se necesita
rescatar la razón y reconocer su valor auténtico. El
existencialismo es también crisis de la retórica de la
libertad y del progreso, de la ciencia como inefable
panacea, del humanitarismo vacío, del moralismo y del
«religionismo», máscara tan estimada por la sociedad
burguesa del siglo pasado y del nuestro tras la que
esconderse; de la retórica sobre los valores morales y
religiosos, predicados con la palabra y desconocidos
en la intención y en la acción. En este sentido es el
hundimiento de una sociedad que no encarna los valores
que de hecho ofende, que se sirve de ellos como cómodo
pretexto o instrumento; por ello es crisis de la
hipocresía; pero a su vez ha dado lugar a la retórica
de la anti-retórica, a la retórica de la nada de todo
valor. Después y contra el existencialismo, último
episodio de la aventura del pensamiento moderno y
conclusión de su autodisolución, quedan por rescatar
los valores del hombre y el hombre de valor.

                          *  *  *

      El pensamiento moderno, comenzando con poner en
crisis al tradicional, se ha puesto en crisis a sí
mismo; ha provocado al cielo y ha producido la
confusión de Babel; fracaso providencial: la razón ha
experimentado que sin Dios no se piensa racionalmente
–en el caso del insipiens anselmiano- y que quien
piensa racionalmente no puede no pensar a Dios.
      Crisis de fundamento, hemos dicho; del
fundamento que funda el pensar y el obrar: la razón y
el hombre, según tal pretención, son fundamento de sí
mismos; por consiguiente, la razón es absoluta como
Filosofía y como Ciencia. Conclusión: el «nulismo»
filosófico y el relativismo científico contra el
presupuesto de la filosofía moderna –la razón capaz de
fundarse a sí misma y de construir un sistema absoluto
filosófico-científico-; por otra parte, se ha
continuado negando que la razón y el hombre tengan un
fundamento trascendente (Dios), por lo que la razón y
el hombre no tienen fundamento alguno, ni hay valores
que no sean finitos y contingentes: la última palabra
es la desesperación impotente (aunque sea aceptada
como destino) o el desencadenamiento de la
bestialidad: «Si Dios no existe, todo es lícito»
(Dostoiewski).
      Actualmente somos herederos y al mismo tiempo
protagonistas y víctimas de este agobiante fracaso. 
¿Cómo reconstruir el edificio filosófico? ¿Cómo
hacerlo con el mismo hombre? Debemos asumir la
pregunta: inútil inventar otros mitos; no valen; no se
puede suplantar a Dios: o la vía cristiana, o no hay
verdad en qué creer y que sea digna del hombre.
¿Debemos responder que el pensamiento a partir de
Descartes es casi en su totalidad una locura que hay
que curar y que es preciso volver a la Escolástica y
hasta a un tipo de ésta misma, identificando con una
forma particular de tomismo, que a fin de cuentas es
aristotelismo tomista? La llamada en este sentido ha
tenido escaso resultado positivo, y ya ha pasado casi
un siglo desde que se hizo. El pensamiento moderno ha
planteado problemas; ahí están; nos han hecho adquirir
una «sensibilidad» acerca de ellos, sensibilidad que
la Edad Media no tuvo, como también ha planteado otros
que la Edad Media ignoró; una sensibilidad nueva de
los problemas de la libertad, del valor de la ciencia
y de la historia, del método científico y también
filosófico, de la política y de la cuestión social,
etc.; nos ha dado un sentido a veces profundo de la
interioridad de la verdad y del problema metafísico
como problema del hombre y no de la naturaleza que,
rectamente entendido, puede transponerse en términos
de interioridad agustiniana. En efecto, no se trata de
justificar la legitimidad de sobrepasar la experiencia
(la pretensión de Kant), sino de probar que,
precisamente esta experiencia y sobre todo la
espiritual, plantea el problema metafísico de su
fundamento en un principio, en el principio de la
verdad como elemento ontológico constitutivo del
hombre; por consiguiente, se trata de profundizar y no
de suprimir la interioridad en la que nos ha educado
el pensamiento moderno, a pesar de deseducarnos en lo
que respecta a la interioridad auténtica. Una
filosofía de inspiración cristiana actual debe
replantear el problema de la metafísica teniendo en
cuenta las aportaciones del pensamiento moderno de
forma que comprenda y satisfaga las exigencias del
presente, que a fin de cuentas son las del hombre
perenne: éste es el mejor modo de permanecer fieles a
la tradición y de continuarla enriqueciéndola, como
hicieron Agustín y Tomás en su respectiva época. No
era suficiente condenar al Neoplatonismo ya
Aristóteles; era necesario asimilarlos,
cristianizarlos; hoy día es necesario bautizar el
pensamiento moderno, dar una solución cristiana de sus
problemas; es estéril contraponerles soluciones
anticuadas. El auténtico agustinismo (que no excluye a
Santo Tomás) nos parece la tradición filosófica viva,
idónea para asumir este cometido; en efecto, el
agustinismo se ha ido desarrollando dentro del
pensamiento moderno; representa a través de los siglos
–de Ficino a Campanella, de Pascal a Vico, de Rosmini
a Blondel- la fecundidad y la eficacia del pensamiento
cristiano; en él no falta lo caduco, pero también hay
un núcleo vital, casi el único operante en los últimos
tres siglos. Por consiguiente, hoy es necesaria
aquella libertad de pensamiento dentro de la ortodoxia
propia de la Edad Media, sin mirar con recelo a quien,
católico, no se contenta con repetir ciertos esquemas
porque se halla convencido de que una filosofía que
haya de resolver la crisis de la filosofía sólo es
posible como recuperación del principio de la
interioridad de la verdad, al que también apela el
pensamiento moderno.
      FUENTE: Estudios sobre filosofía moderna. Luis
Miracle, Editor. Barcelona, 1966.

                    SCIACCA EN INTERNET

      www.Lepos.it/collane/collane.htm
      www.disspe.unige.it/pag4.htm
      www.unige.it/strutture/ou/staff/DISSPE
      www.rosmini.altea.it/rosm2b.htm
      www.tilgher.it/meta.html
     
www.Lib.berkeley.edu/Collections/Romance/ita11001

                         EAF/2004.-
          http://www.geocities.com/eaf_underground
          http://www.geocities.com/eaf_iniciacion





------------
Los mejores usados y las más tentadoras 
ofertas de 0km están en Yahoo! Autos.
Comprá o vendé tu auto en
http://autos.yahoo.com.ar
_______________________________________________
Nettime-lat mailing list
Nettime-lat@nettime.org
http://amsterdam.nettime.org/cgi-bin/mailman/listinfo/nettime-lat