inventivasocial on Sun, 15 Feb 2004 04:51:53 +0100 (CET)


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[nettime-lat] AMOR Y SOLEDADES


*

Un bello tiempo que existiera/anduve manueleando dulcemente 

manueleaba el cuore musiquero/los ojos sendereaban petiteros 

canturreaban la boca y su sonrisa/perfumito crecía entre mis dedos. 


Pero afirmóse en su forma el manueleo/y entonces lo maté muy suavemente

y enviudada como ando/de soles y de firmamentos

no puedo de otro modo/sino manuelear tan tristemente

        * MNQ


Amor y soledades

Anna*

El hombre ha salido a caminar sin dirección, fuma y sus pasos y sus divagaciones lo llevan lejos. Nubes fugitivas en el cielo nocturno, temblor de luna, tibios reflejos de faroles en las calles empedradas, árboles podados, ramas apiladas sobre las veredas y, al doblar una esquina, una figura parada en la mitad de cuadra, un descubrimiento para el hombre que vaga por la ciudad vacía.
La muchacha permanece detenida, vuelta hacia él y parecería que lo mirara o lo aguardara, tiene flores en las manos y sus ojos están en sombra. También el hombre se detiene y ahí permanecen, observándose, mientras transcurren los segundos y el hombre sabe, súbitamente, como en una revelación, que el nombre de la muchacha es Anna y que las flores quizás sean para él.
Después ella da media vuelta y comienza a caminar y el hombre la sigue y no acorta distancia y allá van por calles y calles, entre las casas mudas y los gatos, y siempre hay nubes arriba y temblores de luna y de tanto en tanto la muchacha gira la cabeza, tal vez para comprobar si el hombre continúa detrás de ella, tal vez para incitarlo a que no abandone la persecución. Y el hombre, a la distancia, comienza a conversar con la muchacha y su discurso es confuso y es lento y no pasa de ser un susurro, aunque está seguro de que ella, allá adelante, lo escucha. Murmura: En esta tierra rica fundamentalmente de cosas perdidas, tierra de atrocidades, indiferencias y miserias, no me resultará fácil hablarte. El hombre intenta e intenta y se esfuerza por construir una historia coherente. Y así avanzan y hay más calles y faroles y jardines y plazas.
Y ya no importa si esta necesidad de confesión es apenas un torpe ronroneo en el gran silencio que lo rodea. El hombre comprende que la muchacha que lo precede ha venido a convocarlo, que éste no es un paseo gratuito. Comprende que es tiempo de balances, rendiciones de cuentas. El aire está poblado de señales, voces rotas, llamados difusos, rubores de la memoria, nombres trabajosamente rescatados, enarbolados ahora por encima de muertes, olvidos, desprecios e ironías, nombres que vuelven intermitentes con los rumores que el viento trae un instante y arroja nuevamente a las aguas de la noche.
Ya no importa la torpeza, la confusión, las palabras que no acuden o que la imaginación niega. Ya no importa nada de eso. Porque ahora ahí está la muchacha marcando camino, guiando, abriendo una brecha, despejando. La volátil y firme figura de la muchacha nocturna, imagen que no transige, que no sucumbe, que no habla de derrotas, pero sí de firmezas y permanencias y sin duda de una obstinada libertad.
Paso ligero de la muchacha a través de la ciudad dormida, reverenciando, rescatando, enalteciendo para la noche del hombre que la sigue, para sus horas futuras, las imprevisibles, las fuertes oscilaciones de la vida. Entonces, una vez más, alrededor del hombre, la noche vibra de significados nuevos, alberga años y sabor de juventudes y caminar detrás de la muchacha por calles nuevamente familiares, después de tantos voluntarios o forzados exilios, en este septiembre cambiante, es retomar viejas sendas y descubrirse entero y dispuesto, sacudido por estremecimientos olvidados, inconsciencias, locuras, alimentos para raíces de otros tiempos.
La hora se carga de certezas, aquella figura va opacando dudas, pone ráfagas de asombro en el silencio de los días. Y nuevamente la muchacha gira la cabeza, muestra brevemente su perfil y avanza y todo el tiempo parecería decir: También éste, como siempre, como todos, precisamente éste, es el momento decisivo.

* Antonio Dal Masetto "Reventando Corbatas"  Torres Aguero Editor.
Bs. As. 1988.


Tú*

Cuando la noche asoma sin estrellas,
y es en vano mirar hacia la luna,
me quedo silencioso ante la hoguera,
mirando las siluetas que se esfuman.

Y en la copa que embriaga mis sentidos
al ritmo de una vieja melodia
asoman sin reproche los recuerdos,
de cuando entre mis brazos... tú reías.

* de Santiago E. Müller  yitoe@yahoo.com.ar


Equivocados o no*
 
".la mejor parte de mi historia todavía está pendiente.
Por vanas que suenen estas palabras, ellas se interpusieron 
entre mí y el silencio que sigue aterrorizándome.
Cuando ponga un pie en el silencio, significará que 
[aquello sobre lo que escribo] ha desaparecido para siempre."
(Paul Auster, La invención de la soledad)
 
            Despierta de improviso, con una serie de ásperos lengüetazos rodando sobre su mejilla. Aún amodorrada, entreabre los ojos, percibiendo el característico aliento de su gatito siamés, el cosquilleo de los bigotes sobre la punta de su nariz, y ese tierno maullido con que suele saludarla todas las mañanas. Lo abraza con un gesto casi automático, el siamés se acurruca aún más a su lado, y ella estira su cuerpo a lo largo de la cama de dos plazas, de cobijas revueltas. Por entre los telones desgarrados de su sueño apenas nota que un pensamiento cobra forma dentro de su cerebro; aunque tal sensación se convierte progresivamente en una irreductible certeza. De pronto, a pesar de sus deseos más íntimos, descubre que, más allá de la presencia de su entrañable mascota, se encuentra totalmente sola.
         La idea la despabila de golpe, como si fuese la primera vez que reparase en ello después de varios años de aislamiento. Extiende una de sus manos hasta tocar esa libre extensión de las sábanas a su lado, convertidas en un vasto océano, inexplorado y desconocido. Parpadea varias veces, pero a pesar de ello, intentando evitar los últimos despojos de las lagañas, no consigue ver otra cosa más que eso: una cama vacía, enorme y desolada.
         Su gatito alza la cabeza y le acaricia una mejilla con extrema suavidad, mediante el leve roce de una de sus patas. "Yo también estoy aquí", parece decir, con su típico lenguaje gestual, y una encantadora mirada de profundos ojos azules. Sin embargo, aunque aquel siamés se hubiese convertido desde hace años en el depositario de sus más profundos sentimientos, compartidos -claro está- con los que le genera su encantadora sobrina en edad escolar, esta mañana se encuentra con la representación de su propia soledad. Una cama enorme y vacía. Un mueble que más de una vez había pensado en cambiar por otro de una sola plaza, pero al que sus precarios ingresos económicos le han negado toda entrada viable a su hogar.
         A través de la ventana abierta se filtran algunos acordes musicales. No son los ritmos de tango y milonga a los que ella se ha acostumbrado desde hace un buen tiempo, desde que las clases de baile se convirtieran en una experiencia ineludible en su vida. Tampoco es otro de esos ataques de música clásica con los que suelen arremeter ocasionalmente los internos del geriátrico de al lado. No, esto es diferente. Y ella recuerda haberlo escuchado en otro lugar. Pero, .¿acaso no había conocido tales acordes en su propio departamento, provenientes de su propio equipo de audio, mientras hacía el amor -impregnada por una dulzura desconocida hasta entonces- sobre este mismo colchón?
         Entonces recuerda qué es lo que está escuchando. Esa trompeta, inconfundible por su sordina y virtuosidad, es la de Miles Davis, fusionando el jazz con el funk, en compañía del bajista Marcus Miller. Y la evocación de aquella melodía la proyecta ineludiblemente hacia él.
         Hacia A.
         Las imágenes se le agolpan caóticas delante de los ojos. Retazos de una vida que en la actualidad se le antoja muy distinta a la suya. Ajenidad otorgada por el paso del tiempo y el olvido; un olvido para nada tenaz, falible y "retornable", aunque ella hubiera deseado en el alma que fuese diferente: un olvido completo y definitivo. Un tempestuoso efecto de borrador sobre aquella memorable época de su vida que, muy a su pesar, había concluido. 
         .¿Por qué?.
         Las escenas del pasado regresan impunes, algunas vagas y confusas, otras con la potencia de una realidad material. Fotografías de un afecto tan intenso como profundo. Espacio sentimental donde alguna vez había creído encontrar el feliz don de compartir su vida y sus gustos personales con el otro. Un entrelazamiento de vivencias y sensaciones particulares que le habían otorgado algo en extremo parecido a la paz, tantos años atrás.
         Y consigue verlo a A., sonriente, con una mirada pícara en sus ojos oscuros. Una mirada analítica que lo atravesaba todo, a la vez que lo transparentaba a sí mismo con cierta ingenuidad hacia los demás. Una mirada en la que ella se hundiera más de una vez, complacida por estar a salvo. Una mirada de ternura casi infantil, que le devolvía cierta convicción en sí misma, a pesar de sus más profundas inseguridades. 
A. y los recuerdos que lo acompañan. Paseos dialécticos que realizaran juntos, donde la charla intelectual estaba presente en todo momento: el Museo de Bellas Artes, las plazas de La Recoleta, la Librería El Ateneo, una disquería sobre la Avenida Callao, un café con churros en el Tortoni, la costa de San Isidro y la costanera de Quilmes -dos extremos de una misma ribera rioplatense-, una casa quinta en Ezeiza, un bar en Adrogué y otro en Martínez, un recital de música clásica frente a "Las Nereidas" de Lola Mora, varias obras de teatro, un cine en todas partes. Un par de viajes, a Villa Gesell en otoño, con motivo de un casamiento en la playa, y a Bariloche y Esquel en verano, a fin de recomponer la relación en un momento de vacilación. Y mucha música y lecturas, siempre disfrutándolas de a dos: Herbie Hancock, Luis Eduardo Aute, Prince, Jaime Roos, Peter Gabriel, Astor Piazzolla, John Coltrane, Sade, Isidoro Blaistein, Osvaldo Soriano, Alejandra Pizarnik, Andrés Rivera, Julio Cortázar, Abel Posse, José Saramago, Sigmund Freud. 
        La evocación literaria la retrotrae a esta misma cama, donde A. le leía después de cenar, con la tenue luz del velador y sin la menor seriedad, un tardío volumen de conferencias de Borges, imitando paródicamente -y evitando reírse- las agudas y casi trémulas inflexiones de voz del gran autor universal. Un hecho casi sacrílego que ella pareció denostar cuando ocurriera, pero que en este momento, sola con su siamés, se le antoja el más trascendente de todos. 
        No puede imaginarse a A. dentro del contexto de aquella habitación sin recordar sus caricias. Esas manos largas y delicadas que la recorrían sin cesar, que la contenían y excitaban a un mismo tiempo, que la transformaban en una hembra en celo, oscilando frenética sobre su cuerpo, gimiente y convulsiva en el éxtasis de la pasión, pero también la motivaban a acurrucarse contra el hueco de su hombro, descendiendo la cabeza sobre el pecho de A. en busca de un poco más de ternura -siempre un poco más, porque parecía que a ella nunca le alcanzaba.-, de la misma forma en que habitualmente lo hace su gatito. 
        El siamés terminó funcionando como una especie de doble, similar a su ama en costumbres y movimientos. Y aunque A. rehusara tener cualquier contacto felino antes de conocerlo, aquel siamés le había trastocado sus valores al respecto, identificándolo con ella y su ternura durante los meses en que se mantuvieron apartados. Sólo que, mientras la atracción mutua se mantuvo en su apogeo, quizá con una suavidad similar a la de cualquier gato, proclive a la caricia, a la hora de los mimos A. le brindaba a ella otra clase de calor.
        No recuerda haber sentido tanto placer, tanta dulzura, tanta sutileza como con A. Había sido un hombre con todas las letras, delicado y seguro al mismo tiempo. Sus besos lentos y pausados, los masajes en el cuello y la espalda que terminaban por erotizarla de una manera insospechada hasta entonces, esa lengua que la estremecía hasta el tuétano al recorrerla de pies a cabeza, la piel en común que se generaba en cada abrazo y cuyos simples rozamientos los hacía entrar en combustión espontánea; ese nudo de los cuerpos entrelazados que los hacía prescindir de cualquier otra cosa que no fueran sus aromas y sabores, contenciones amorosas que la protegían hasta de sí misma. A la hora del amor, A. le había transmitido el mismo cariño y respeto que le tenía por cada pequeña cosita que ella quisiera compartir con él: una escultura de cemento, una pintura de Carpani, la representación de una vaquita de San Antonio dentro de una cajita de madera -símbolo de la suerte-, una vasijita de barro traída de Mendoza, un gato siamés de madera traído de Villa Gesell. Y tal vez, esa peculiar serie de pequeños detalles ha constituido la gran diferencia entre A. y el resto de sus amores, pasados o futuros: la consideración que tuviera A. por su propio mundo interior, tan vasto como sensible. La certeza de haber encontrado en A. a un verdadero compañero de ruta.
        Evoca, con Bradbury, que pocas cosas pueden llevarse impunemente a una cama: tan sólo una pareja o un libro; y ella, regresando al mismo recuerdo, como un brillante faro que la guía a través de las densas oscuridades de la memoria, sabe que los ha tenido a ambos, Borges y A., sus dos pasiones combinadas, ofreciéndose para ella, con un efecto tan mágico y misterioso como pocas veces hubiera hallado junto a él en el futuro.
         El futuro. 
        Las imágenes, cargadas de un afecto aún tembloroso, parecen desdibujarse, perder su tono y su color, ajarse a causa del sinsabor y la amargura. Siente que hubo un momento -aunque no pueda precisarlo, como tampoco determinar quién de los dos contribuyó a generarlo- en que la relación comenzó a desbarrancarse, y ya nada tuvo sentido. El mundo se convirtió en una remanida serie de situaciones ya vividas, el calco de algo que hubieran disfrutado pero que ya no los llenaba como antes. El simulacro de una pareja, la devastadora cotidianeidad de la rutina, la aniquilación del amor. La tediosa y gozosa repetición de un encuentro que pedía a gritos un respiro, o una separación.
        .¿Qué nos pasó?.
        A. Apenas un hombre conocido varios años atrás. Y, sin embargo, una de las relaciones más importantes de su vida -así también se lo había confesado él-. Si no fue la más sincera.
        Abraza al siamés con la urgente necesidad de aferrarse a un otro que la sostenga para no caer en el vacío. La habitación parece girar sobre su cabeza, hundiéndola en su propia melancolía. La cama continúa amenazándola, vacía y enorme. La música a través de la ventana acaba de eclipsarse con el sonido de un motor arrancando y los gritos de unos chicos que se marchan hacia el club.
        De pronto, extraña el té en la cama. A. se lo traía en una bandeja, servido en un enorme jarro de cerámica, con un par de magdalenas rellenas con dulce de leche, mientras ella intentaba asomarse por entre las redes del sueño, que volvía a tumbarla en la cama.
        .¿Por qué me hacés tanta falta?.
        Solitarias y silenciosas lágrimas asoman por entre sus párpados cerrados. "No me entendés; yo no quiero estar en pareja con nadie", le había machacado ella, una y otra vez, durante los últimos meses de su relación. Y él, incapaz de comprender que la mujer que más había amado en su vida -frase que no se cansaba de repetirle, casi suplicante- se alejase sin dar mayores explicaciones, sin que él hubiese hecho nada grave como para no intentar reflotar juntos el tedio en el que habían sido sumergidos a raíz de sus propios conflictos irresueltos, se vio desbordado por lo peor de sí. La acusó en vano de salir con otros, de abandonarlo sin razones coherentes, de no tener el coraje necesario para pelear por lo que quería, llegando a sugerir -impotente- si alguna vez lo había querido. 
        "¿Por qué insistís en buscar las diferencias? ¿Por qué te aferrás a lo que no hay???", exclamaba él, casi con desesperación, una y otra vez.
        A ella la desgarraba por dentro verlo así, pero no podía hacer otra cosa que alejarse. Prefería dejarlo, antes que atormentarlo con sus laberintos mentales, antes que sufrir como en el pasado, antes de verse vieja y sola, sin hijos, criando gatos de raza, y con un tipo al lado a quien la gozosa comodidad parecía haber transformado en otro, a quien la cotidianeidad había despojado de su brillante traje de hechicero, perdiendo toda esa irrepetible y deslumbrante magia de los pequeños detalles que habían sabido secretamente compartir.
        Se dijeron cosas hirientes, se atacaron con argumentos proyectivos y banales, intentaron recomponerse, volvieron a discutir por teléfono o por e-mail. Y finalmente, sin que ninguno pudiese establecer cómo ni por qué, un buen día se dejaron de hablar y de escribir. Ella quiso por todos los medios retenerlo, ofreciéndole su eterna amistad. "Cuando se quiere, es para siempre", solía argumentarle en esos casos. Pero a él, incapaz de tolerar imaginarla en brazos de otro -aunque ella perjurara una y otra vez que estaba sola, y sus compañeros de tango eran sólo eso: parejas de baile-, pareció superarlo el creciente amor que aún sentía por ella, imposible de disfrazar debajo de una tierna y fraternal amistad. 
        Muchas cosas habían pasado desde entonces. Muchas situaciones, y mucha gente -quizá para ambos-. Muertes, nacimientos, logros laborales. La vida continuaba, los afectos parecían desvanecerse, y había que ser fuerte para mantenerse alejados, respetando el deseo del otro, incompatible con el propio.  
        .¿Qué habrá sido de tu vida?.
        Hoy se levanta con esta extraña melancolía, camina como una autómata hacia el baño, se cepilla los dientes, se ducha, pero aún con el agua de la regadera recorriéndola por entero no consigue despegarse los recuerdos de él, adheridos contra su piel mediante el indeleble efecto de los sentimientos verdaderos, de las fijaciones amorosas más profundas.
        El gatito maúlla al otro lado de la puerta del baño, reclamando su presencia y su comida. Ella se seca con morosidad, contemplándose al espejo, imaginando que A. se le acerca por detrás y la abraza, los brazos cruzados delante de su pecho, mientras busca sus enormes ojos verdes de niña asombrada sobre la pulida superficie del espejo del botiquín, y le sonríe cómplice, besándole ruidosamente una oreja, riendo ante las quejas de ella y su propia ocurrencia.
        Porque quizá también sea eso lo que recuerde de él: su sentido del humor; esa agradable sensación de bienestar que le otorgaban sus bromas, habiendo vuelto a reír a carcajadas -hasta de sus propias torpezas- después de convivir durante mucho tiempo con la inevitabilidad de la tristeza. Un trayecto risueño que él le ayudó a recorrer, potenciando ese ingenuo sentido del humor que germinaba en ella desde su más añorada adolescencia. 
        Se viste, desayuna, oye la radio sin saber qué están informando. Enciende la computadora, se conecta a Internet, baja los e-mail de la noche anterior. Y entonces decide escribirle, algo muy breve, tan sólo para saber cómo está. Es increíble que hayan pasado los años, haya tenido que volver a instalar el Windows un par de veces, y aún así, conserve la dirección de A., inalterable, como si se escribiesen todos los días. Envía el e-mail, y siente que de alguna manera, una parte suya viaja al encuentro de A. Algo más que un par de frases garabateadas en un rectángulo blanco dentro de la pantalla del monitor. Algo quizá expresado entre líneas, pero sin palabra alguna que lo defina, en exceso profundo y sutil.
        Apaga la computadora, junta los restos del desayuno, sale a la calle. El resto del día es una maquinal situación de lugares y encuentros de trabajo, sin nada que la conmueva. Hoy no tiene clase de tango ni de salsa, por lo que el día se le hará mucho más extenso que de costumbre. Se demora en llegar a su casa, tomándose un cafecito en el bar de la esquina, mientras hojea un diario cuyas noticias, por incoherentes, apenas entiende. Al cruzar por delante de la perfumería de la esquina, contempla de reojo sobre un iluminado estante la estilizada imagen de un oscuro frasco de perfume que alguna vez le regalara a A. con motivo de su cumpleaños. El recuerdo la sensibiliza aún más.
        .¿Cuántos años hace que no te veo?.
        No hay mensajes suyos en la computadora; quizá deba esperar un par de días, hasta que él consulte su correo. ¿Habrá cambiado de dirección? No, su e-mail hubiese regresado al no encontrar destinatario. ¿Y si el servicio durante el día de hoy estuvo congestionado? ¿Cómo saber si él la ha leído?
        ¿Por qué se pone tan ansiosa de repente?
        No lo soporta más. Han pasado años, y sin embargo recuerda su número de teléfono de memoria. Llama, expectante, deseosa de escuchar su voz una vez más. Nadie responde; ni siquiera el contestador. ¿Se habrá mudado? ¿Estará rota la línea telefónica? 
        De pronto, descubre que de él sólo le restan los recuerdos que lleva dentro de su cabeza; apenas alguna foto perdida entre los libros, pero nada más. Busca entre esos gruesos tomos que nunca lee, arrumbados en los estantes bajos de su voluminosa biblioteca, y se encuentra con él, quien la contempla serio desde una de las sillas de esta misma casa, sorprendido ante la foto que ella le sacara sin permiso, al terminar un desayuno. Ni sabe a qué fecha corresponde, pero sí que hacía frío: él lleva puesto ese clásico pulóver gris, azul y rojo que le tejiera la madre. Inmortalizado para siempre, observándola fijo hasta que esa foto se desvanezca inevitablemente en el olvido.
        Sola. Con una cama enorme, un departamento vacío, un abismo en la boca del estómago, y un gatito siamés que vuelve a reclamarle de comer.
        Y después de muchos años, aunque no se arrepienta de lo que ha vivido desde entonces, siente que con él se ha equivocado. Que quizá hubieran podido tener una oportunidad más, y otra, y otra. Pero aunque esta noche de angustia imagine un ilusorio presente que ya no será a su lado, sólo consigue ver sombras. Y la fantasía se detiene ante un punto insoslayable: la incertidumbre de lo que pueda haber hecho A. con su vida durante todos estos años. Si se ha casado, si ha tenido hijos, si ha sido feliz, si quizá -fatalmente- ya esté muerto. 
        O tal vez no hubiese hecho ninguna de estas cosas, esos "logros" que se esperan socialmente a fin de intentar determinar si uno ha tenido una vida "completa". Sin embargo, el silencioso orgullo de A., que lo mantuvo alejado de su vida durante todo este tiempo, parece haber podido más que la nostalgia, tal vez -equivocado o no- borrando el recuerdo de ella para siempre. Lo cual significaría, en otras palabras, que A. hubiese decretado su propia muerte, su definitiva desaparición, al menos para ella.
        Mientras evoca, junto a John Milton, y arrumbada en su sillón, que "los únicos paraísos posibles, son los paraísos perdidos", su gatito le salta encima con ágiles movimientos, y entre sonoros ronroneos se acomoda en su regazo, estirando el cuello y lamiéndole con indefinible ternura un par de silenciosas lágrimas. Ella lo abraza con firmeza, a la vez que con un inmenso amor. Sólo este hermoso siamés comparte ahora su cama.
        Este gatito es el único que la quiere de verdad; sin pedirle nada a cambio, salvo que le dé de comer. 
 
"Me muero de ganas de decirte 'Te quiero'/
Y sé que es imposible, no puedo, no debo/
Maldigo el paraíso que cuando se presenta/
No dura lo que una estrella fugaz/
Al fin lo tuve entre mis brazos/
Aquí está..y se va/(.)
Aún palpita en el recuerdo/
Eras tú..eres tú/(.)
Al fin tocaba la belleza/
Era amor..es amor/
Y sé que no podré volver a verte/
Jamás"
 
(Luis Eduardo Aute, Volver a verte)
 
 
* de ALDIMA. aldima@interlap.com.ar




Rastros de fuego*


Hay agostos que irritan la mirada;

rastros de fuego se devoran las horas


Te advertí que mis manos quemaban,

que la luna lloraba mis memorias.


No puedes dejar flores en mi tumba;

ya morí pero sigo en este mundo

merodeando las canteras de un poema

con versos que desafían la cordura

en la voz desamparada de mis ruinas.


Te advertí que mis manos quemaban;

que mis caricias arrastraban cenizas


rastros de fuego, horas, manos heladas

y agostos . que irritan la mirada.-

* de gaviota. alamela@neuquen.gov.ar



Carta a un amor destemplado*

Salí con tu pedido -imposición quedate. En  que  espacio , suspendida en que tiempo, en que río o dolor , en que herida tengo que permanecer?. En que árbol sin sostén?
Vuelvo a unas hojas de plata mirándose en el arroyo, al verde lugar de mi placidez, al libro, a la reposera, a mi antiguo pais, a bicicletas, al perro que vino de la nada y nos hicimos amigos, a su nombre simple, a las visitas que me hacía con su novia cuando tenían hambre despues del amor, el gusto de los enlaces libres. Estaba enamorada de los árboles que un día me robó la tormenta, un duelo de párpados heridos ,su falta en el paisaje Nadie te da el pésame por árboles perdidos ,perritos muertos o las cosas que van quedando en una casa de techos transparentes visitados por lunas o soles y luminosos cuadros naives celebratorios.
Te pregunto tiene que haber siempre guerras, tormentas, aquellarres,cuando hogares refugio, chimeneas de profundo calor.
Quien pide tanto como que no me vaya que se dispone a dar?
Busco un cuento perdido en mi, un relato de árboles fuertes que no soportaron la impiedad del clima., ese camino que parecía sencillo : buenos y malos , niños y abuelos. 
Hemos salido de algunos infiernos , sólo algun ala rota o delirios quebrados.
Retomar los jugos , hay siempre un azul , una aguja para  cielos descosidos , siempre cuadros naives embarazada tela , leche de colores y formas. Siempre tambien el cuchillo acechando a los cuadros y la pregunta. 
Habrá deslumbramiento, una mesita  para el cafe caliente, mi mano revolviendo, juntando pedazos, hasta lograr combinaciones posibles, hojas creciendo, la aternura pequeña de acompañar lo nuevo, la savia  de los días .
En que territorio me querés encerrar?
El Parque Centenario con su armazón de lilas ,filigranas para olvidar las rejas. El cuadro de Cortázar acomodado en los hombros del árbol de su plaza dandome instrucciones descabelladas para cantar , llorar, tener un reloj en la muñeca, no hay cronopio sin pena y sin belleza y sin descolocamiento de lo obvio. Dos mujeres  se cruzan opuestas en un puente, lejanas, mi cabeza apoyada en el brazo en la mesa del bar en la vereda..
En que lugar quedarme  sino en la búsqueda de una hermosa ciudad deconocida o de un botón que falta abrocharse a alguna historia o del agua en viaje hacia la sed.En el deseo de besar ciertas enredaderas,damas de la noche ,con un olor que enamora  a los hombres de extrañeza. En esa Santa Rita que enrojecía el pequeño universo de mi patio y mi vecina podó porque se inclinaba hacia mi que no tenía escritura, dueña de nada, salvo del placer de mirarla.
Se pueden juntar todos los paisajes , los fantasmáticos árboles y flores que se fueron y bordarlos con coraje en el tapiz actual, petunias ,malvones, pensamientos , margaritas ,levantar una botánica sobreviviente , un jardín de escondidas delicias es un lindo lugar para quedarse .
Una mendiga y una reina se cruzan e intercambian pérdidas y suntuosidades, algo saldrá mientras haya un alimento vivo de palabras.....

* de Cristina Villanueva  pluma@velocom.com.ar






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