[nettime-lat] CUANDO HUYE EL DÍA.

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Cuando huye el día*

Con mi viejo tuvimos una larga despedida, años enteros, aunque cada día era un adiós. Y en ese adiós, había una mirada celeste que miraba lejanías. Eran ojitos cansados pero brillaban de emoción al despedir al hijo con doble beso de mejilla, su mano derecha quedaba estirada tocando el aire después de perderse nuestro iris, todavía veo su mano tocando el aire que agitaron mis pasos irreversibles. Quedaban las mejillas y los lagrimales húmedos,  quedaba flotando la sensación de que podía ser esa, la última vez, y lagrimas y besos se secaban acariciados por el viento. 

En esos meses, yo había decidido caminar mucho, caminar por lo que el ya no podía caminar con sus propios pasos lentos adosados al andador. Cuando cada día era tenue, un fin goteado desde el silencio, con  sudor y  esfuerzo de levantarse y llegar al sillón, a la mesa, a la ventana.

El viejo sufrió mucho. Se apago de a poco sosteniendo la sonrisa, la mirada y la esperanza como estandarte.

Hace poco, tuve vacaciones en la casa de Quequén que ayudo a construir haciendo de peón de cada albañil que contrató y que fue el destino de muchos sacrificios y horas extras trabajadas en la fábrica. Allí, hoy, descansan sus cenizas.

De pronto me vi trabajando con  elementos que habían quedado, piedras del mar que el viejo traía en bolsas cargadas a su espalda u hombro, pedacitos de hierro oxidados, algunos traídos con increíble obstinación desde barcos encallados a varios kilómetros de allí, maderas que quedaron de la construcción de la casa 36 años atrás. 

Mis hijos querían ayudarme y lo hicieron, paramos y enterramos algunos troncos que el viejo había cortado con la hachuela y traído a la rastra desde algún monte cercano. 

Pensé: nada más simbólico que lo real, nada más fuerte que aquella fuerza que desde el fondo nos hace hacer, aun antes que la palabra intente explicar.

Armamos un rectángulo de troncos y piedras enmarcado por una L de postes de palmeras en la esquina izquierda del fondo del terreno.

No pude evitar sentir que estaba trabajando con mis hijos en la tumba de mi padre, que allí abajo están sus cenizas, a pasos de la casa donde creo que hubiera querido vivir los últimos años con alguna salud , lejos de los matasanos.

Ahora veo el resplandor último en esta tarde de calor donde el sol deja un incendió en el aire. Un fuerte resplandor que se filtra contra los pinos añosos y los eucaliptos, es una luz cegadora y brillante que para mi es lo más terminante de las despedidas : una lucidez fulminante que solo recorta siluetas y deja de a poco los rostros en sombras. 

Cuando huye el día, aquella película en la que sentí por primera vez esa sensación que después me acompañaría mucho tiempo, al asociar la caída lenta del sol, en un atardecer más, con aquel en que la vida se hace muerte y adiós.

Siento el sonido de hojas secas que crujen bajo mis pasos, agitados , urgentes, son sonidos que suben hechos palabras e imágenes,

La historia gira al revés de los muros del tiempo, me digo, cuando siento que el mundo se detuvo en ese atardecer. 

Salimos a la calle con los chicos, ellos le gritan al bonito ,el perro de todos, que viene moviendo la cola. Desde la calle veo como el sol quedo adentro de una bruma que lo hace un disco rojo.

¿Será este el paso nuevo sobre los senderos trazados, la despedida necesaria para llevar adentro lo que ya no respira por si mismo.?

 Sé que escribo por sensaciones que estallan en el cuerpo, piden letra, y una y otra vez retornan , imposibles de armar, en nudos de venas y garganta.

* de Eduardo inventiva@ubbi.com




 
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