fran ilich on Sun, 17 Mar 2002 14:27:06 +0100 (CET)


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[nettime-lat] Vidocq


¿Quién quiere jugarse el alma?

Las recientes producciones cinematográficas Vidocq y Final Fantasy han
apostado por la circunstancia de poner en juego y riesgo el alma humana como
directriz y objeto central de sus temáticas

Por JEAN-MARC LALANNE

http://www.reforma.com/coberturas/elangel/frame.asp?EspecialId=1272&url=http
://www.reforma.com/ParseoCoberturas/printpage.asp?pagetoprint=../elangel/art
iculo/178418/default.htm

Vidocq, de Pitof, no es una buena película; incluso, es de una fealdad
repugnante. Sin embargo, y contra las expectativas, también es una película
bastante teórica, una especie de semitratado sobre el estado actual de las
imágenes (nuevas y viejas), y del cine.

La teoría, en Vidocq, está contenida completamente en un personaje, el
Alquimista, un serial killer al pie de la letra y nueva encarnación del mal
absoluto. Nadie conoce su rostro: está cubierto por una máscara-espejo en la
cual se reflejan sus víctimas en el momento de su muerte. En la máscara del
Alquimista, las víctimas se transforman entonces en espectadores, en tiempo
real, de su propia muerte. Se descubre ahí la influencia del más teórico de
los thrillers en la historia del cine: Le voyeur, de Michael Powell.
Catalogado generalmente en la categoría de películas espectaculares sobre el
cine, Le voyeur es sobre todo un filme que aborda la aparición de la
televisión y el horror de su horizonte estético: La realidad en vivo y en
directo como imagen absoluta.

Contemporáneo de la generalización de lo televisión en directo, Michael
Powell comentaba, en 1960, la desaparición de esa distancia entre lo
representado y su representación, lo diferido. El personaje del voyeurista
se imaginaba un cineasta total y no anticipaba sino sobre la televisión. El
Alquimista, en sí, es el hijo de las bodas -consumadas hace 10 años- entre
la imagen cinematográfica clásica (grabada fotográficamente) y su
readecuación con ayuda de los recursos de la informática y de lo virtual.
De Charlot, André Bazin escribía que no tenía carácter, pero que era antes
que nada "una forma blanca y negra impresa sobre las sales de plata de la
ortocromática" (1), un personaje, pues, ontológicamente cinematográfico; una
marioneta mecánica que no existía sino por y para un cierto estado del cine
(en blanco y negro, y mudo).

Con su cara, que se asemeja a esos fondos neutros y verdosos que permiten
las incrustaciones digitales; con su cuerpo-prisma que captura y refracta la
imagen de los otros, el Alquimista es también, después de su glorioso gran
hermano -el T 1000, de Terminator 2- un personaje que encarna y sintetiza
todas las características del cine mutante y tecnológico que le dio vida.
La alquimia fue esa gran obra oculta que aliaba técnicas químicas con
creencias mágicas, y en la cual una de las mayores preocupaciones era
transformar el plomo en oro. Para los brujos audiovisuales modernos, la
imagen digital es el procedimiento alquímico mediante el cual el plomo de la
imagen fotográfica, entorpecida por todas las restricciones del mundo real,
se transforma en una materia preciosa, oro puro con que todo se vuelve
posible.

El inconveniente de la brujería es que a menudo se le somete a proceso, y
aquellos que los instruyen son casi siempre los mismos brujos.
En Vidocq, pero más todavía, en Final Fantasy, el recurso masivo -total para
la segunda- de imágenes virtuales, está acompañado de una difusa
culpabilidad por utilizarlas. El Alquimista de Vidocq no mata a cualquiera;
liquida a las jóvenes vírgenes para robarles el alma y, en el momento en que
las ultima, el alma se desprende de su cuerpo y es absorbida por la
superficie-espejo de la máscara, como un recipiente de energía. La
recompensa por todas esas almas arrebatadas es la eterna juventud.
Como un dandy espléndido, el Alquimista desea permanecer joven y bello
durante toda su vida, y todo robar almas sirve para lograrlo: estabilizar
una imagen tersa, constituir la imagen perfecta, inoxidable, liberada de
todo aquello que degrada los cuerpos humanos, así como a sus
representaciones fotográficas.

El fantasma es un tanto mediocre, bastante nimio. ¿Qué sería de una imagen
que no fuera afectada por el tiempo? Pero lo que sorprende es la congruencia
de las prácticas del Alquimista en relación con aquellas de otros monstruos
del cine reciente, las de Fantasmas de Marte, de John Carpenter, o incluso
las de Final Fantasy. En cada una de ellas el ente roba el alma del cuerpo
en el que se introduce.

Se conoce la mística baziniana del cine que arrancaba "el cuerpo humano del
flujo del tiempo", o incluso "salvaguardaba la apariencia del ser" (2).
Nadie mejor que André Bazin ha definido el cine como el lugar donde se
deposita una parte del orden de las almas, un suplemento de humanidad que se
desprende del cuerpo real y le sobrevive. Al deshacer ese lazo consustancial
entre la apariencia (la imagen) y el ser (el cuerpo real grabado por
procedimiento fotográfico), el cine de efecto digital no haría otra cosa
entonces sino perder su alma. Y, precisamente, no habla de otra cosa,
consciente de inclinarse al borde de un precipicio, de un cambio ontológico
e irremediable de estado y de estatuto.

La imagen digital es pues ese virus que, en Fantasmas de Marte o Final
Fantasy, entra en el cuerpo y destruye las almas. En ese estado de cosas,
cada cineasta se acomoda a su manera.

Es inútil decir que John Carpenter e Hinorobu Sakaguchi, el conceptualizador
de Final Fantasy (director parece inapropiado) no eligen el mismo campo. Es
incluso divertido el hecho de que a partir de guiones casi idénticos, ambos
filmes sean tan vertiginosamente opuestos. Carpenter está, por principio,
del lado de la vieja guardia, lo nuevo para él es forzosamente barbarie.
Realiza Fantasmas de Marte únicamente desde el punto de vista de los
hombres; de esta manera, no concede, ni siquiera al ente, el derecho a la
representación (acaso sólo cuando éste se actualiza en una forma humana
degradada, la del zombie). Su forma pura está creada a la ligera, entre dos
tomas, y se siente claramente que ésta abruma profundamente al cineasta.
Porque para representar a "lo otro" de la humanidad habría que pasar por "lo
otro" de la imagen cinematográfica clásica: los efectos especiales
virtuales. Fantasmas de Marte es imparablemente lógica y de gran
radicalidad. Tal como sus guerreros cazadores de fantasmas, Carpenter
expulsa de su película todo lo que no es orgánico; prefiere el estudio y las
escenografías de cartón a los decorados infográficos, los maquillajes y las
maquetas virtuales. Sólo le interesa lo consistente; la creencia de
Carpenter no incluye sino lo que puede tocarses. Lo que no existe no tiene
razón de aparecer en una toma.

Hinorobu Sakaguchi viene de la industria de los juegos de video y la era de
la materia es para él una cuestión arreglada desde hace tiempo; todo es
simulable. Sin embargo, desde que se interesa por un asunto tan agreste como
el cine, toma muy en serio sus pequeñas mitologías teóricas. Sakaguchi
parece haber leído a Bazin. Final Fantasy trata sobre todo de la desposesión
de almas y de la circulación de fantasmas. En su carrera loca para salvar
almas, los soldados de Final Fantasy trabajan por lo que llaman una forma de
vida. La vida, el alma (la de los hombres, trastocada por virus fantasmas;
aquella del cine, después de la revolución digital), es lo que se ha
perdido.

En su invocación doliente de los viejos tiempos, la película produce un
recorte cinematográfico de los más clásicos. Si los primeros planos sobre
los rostros y las tomas ampliadas de conjunto son bastante conmovedoras, es
menos por su verosimilitud con las imágenes fotográficas (y los prodigios
técnicos que ella supone) que por su inconclusión. Como los primeros planos
del cine mudo en blanco y negro sobre una copia deteriorada, el germen de
una forma de vida aparece, pero algo bloquea su realización.

En todo caso, Hinorobu Sakaguchi es mucho mejor alquimista que Pitof. El
director de Vidocq, que no cuenta tampoco con la destreza de Carpenter, no
ha querido elegir entre una forma de cine depurada, desligada de la
grabación (Dépardieu, Canet, los pocos decorados naturales parecen casi
arrojar la película a unos garabatos digitales). Mientras tanto, Sakaguchi
ha optado, no por un postcine, sino por un cine posthumano. De esa elección
proviene una pérdida que la película teoriza a su antojo: como una máquina
intelectual que sabe que un alma le hace falta; un objeto contranatura que
se pregunta de dónde viene; un cine de consola, afectado por una tristeza
inconsolable.
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NOTAS:
1. André Bazin, Le Mythe de M. Verdoux, citado por Jacques Rancieres en La
fable cinématographique, ediciones Le Seuil
2. André Bazin, Qu''est-ce que le cinéma?, ediciones Du Cerf
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Con autorización de la revista Cahiers du Cinéma. Traducción: Enrique
Portilla Fuentes


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