ingrassia/colovini on 2 Dec 2000 23:08:47 -0000 |
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[nettime-lat] BIENVENIDOS AL DESIERTO DE LO REAL |
La sabiduría común de los liberales tiene una
respuesta rápida para eso: los extremos –el “totalitarismo” de izquierda y de
derecha– coinciden en su rechazo de
la democracia y, hoy en día especialmente, en su falta de mutua adaptación a las
nuevas tendencias de la economía global. Además, ¿acaso no comparten una agenda
antisemítica? Mientras que el sesgo antisemítico de los afroamericanos radicales
es bien conocido, ¿quién no recuerda la descripción provocadora que hizo
Buchanan del congreso norteamericano como un “territorio ocupado israelí”? A
pesar de estas perogrulladas liberales, uno debería concentrarse en averiguar
qué es lo que une efectivamente a Fulani y Buchanan: ambos pretenden hablar en
nombre de la proverbial “clase obrera en vías de desaparición”. ¿Es que acaso en
la percepción ideológica de hoy, el trabajo en sí mismo (el trabajo manual como
opuesto a la actividad “simbólica”) y no el sexo, ocupa el lugar de la
indecencia obscena que debe apartarse de la mirada pública? La tradición que va
desde El oro del Rin de Wagner y Metrópolis de Lang, la tradición en la
cual el proceso productivo sucede bajo tierra, en cuevas oscuras, culmina hoy en
millones de anónimos trabajadores sudando en fábricas del tercer mundo, desde
los gulags chinos a las líneas de montaje de Indonesia o Brasil –en su
invisibilidad, Occidente puede darse el lujo de balbucear acerca de la “clase
obrera en vías de desaparición”. Pero lo que es crucial en esta tradición es la
ecuación de trabajo con crimen, la idea de que el trabajo, el trabajo pesado, es
en su origen una actividad criminal indecente que debe ser apartada de la mirada
pública.
Hoy en día, los dos superpoderes, Estados Unidos
y China, están cada vez más y más emparentados como capital y trabajo. Estados
Unidos se está convirtiendo en un país de administración en planeamiento, banca,
servicios, etc., mientras su “clase obrera en vías de desaparición” (a excepción
de los migrantes chicanos y otros que trabajan sobre todo en la economía de
servicios) reaparece en China, en donde la gran mayoría de los productos
norteamericanos, desde juguetes hasta material electrónico, se manufacturan en
condiciones ideales para la explotación capitalista: sin huelgas, libertad
limitada de movimiento de la fuerza laboral, bajos salarios... Lejos de ser
simplemente antagonistas, las relaciones entre China y los Estados Unidos son al
mismo tiempo profundamente simbióticas. La ironía de la historia es que China se
merece de manera absoluta el título de “Estado de la clase obrera”: es el Estado
de la clase obrera del capital norteamericano.
El único lugar en las películas de Hollywood en
el que se ve el proceso de producción en toda su intensidad es cuando el héroe
penetra en el territorio secreto del capo criminal y localiza ahí el lugar del
trabajo pesado (destilando y empacando las drogas, construyendo el cohete que
destruirá Nueva York...). Cuando en una película de James Bond, el capo
criminal, luego de capturar a Bond, lo lleva en un tour por su fábrica ilegal
¿no es lo más cercano que llega Hollywood a una orgullosa presentación realista
socialista de cómo es la producción en una fábrica? Y la función de la
intervención de Bond es, por supuesto, hacer volar por los aires ese lugar de
producción, permitiéndonos volver al semblante diario de nuestra existencia en
un mundo con la “clase obrera en vías de desaparición”...
La manera postmoderna estándar de rechazar la
importancia del conflicto de clase no es principalmente llamar la atención
acerca de la supuesta “clase obrera en vías de desaparición”, sino más bien
enfatizar cómo el conflicto de clase no debería ser “esencializado” como el
punto de referencia final hermenéutico a cuya “expresión” todos los demás
conflictos pueden ser reducidos: hoy en día asistimos al florecimiento de nuevas
y múltiples subjetividades políticas (de clase, étnicas, gay, ecológicas,
feministas, religiosas...) y la alianza entre ellas es el producto de la abierta
lucha contingente en hegemonía. Sin embargo, filósofos tan distintos como Alain
Badiou y Fredric Jameson han señalado, a propósito de la actual celebración de
la diversidad de estilos de vida, cómo este crecimiento de las diferencias
reposa en un subyacente Uno, i.e. en la radical obliteración de la Diferencia,
de la brecha antagonista. Lo mismo vale para la crítica postmoderna standard de
la diferencia sexual como “oposición binaria” a ser deconstruida: “no sólo hay
dos sexos, sino una multitud de sexos, de identidades sexuales...”. En todos
estos casos, en el momento en que introducimos la “creciente multitud”, lo que
estamos diciendo en efecto es exactamente lo opuesto, la subyacente Igualdad (Sameness) que lo invade todo, i.e. la
noción de una brecha radical antagonista que afecta al cuerpo social entero es
obliterada: la sociedad no antagonista es aquí el “contenedor” realmente global
en el cual hay suficiente espacio para toda la multitud de comunidades
culturales, estilos de vida, religiones, orientaciones
sexuales...
Ya existe una razón FILOSOFICA muy precisa por
la cual el antagonista debe ser una diada, i.e. porque la “multiplicación”
de las diferencias reafirma al subyacente Uno. Como ya ha enfatizado Hegel, cada
género tiene finalmente sólo dos especies, i.e. la diferencia específica es
finalmente la diferencia entre el género mismo y su especie “en sí”. Es decir, en nuestro universo, la
diferencia sexual no es simplemente la diferencia entre las dos especies del
género humano, sino la diferencia entre un término (hombre) que aparece en
representación del género en sí y el otro término (mujer) que aparece en
representación de la Diferencia dentro del género en sí, debido a un específico,
particular momento. De este modo, en un análisis dialéctico, incluso cuando
tenemos la impresión de múltiples especies, tenemos que buscar a las especies
excepcionales que dan cuerpo de manera directa al género en sí: la verdadera
Diferencia es la “imposible” diferencia entre esta especie y todas las demás.
Paradójicamente, Laclau se encuentra aquí más cerca de Hegel: inherente a su
noción de hegemonía está la idea de que, entre los elementos particulares
(significantes) hay uno que directamente “colorea” el significante vacío de la
universalidad imposible en sí misma, de manera que, dentro de esta constelación
hegemónica, oponerse a este significante particular equivale a oponerse a la
“sociedad” EN SÍ. Cuando la diada
antagonista es reemplazada por la evidente “creciente multitud”, la brecha que
se halla así obliterada es, en consecuencia, no solamente la brecha entre el
contenido diferente DENTRO de la sociedad, sino la brecha antagonista entre lo
Social y lo no Social, la brecha que afecta la verdadera noción Universal de lo
Social.
En este universo de la Igualdad (Sameness), la manera principal de la
apariencia de la Diferencia política es generada por el sistema bipartidista,
esa apariencia de la opción en la que básicamente no hay ninguna. Los dos polos
convergen en su política económica (véanse recientes celebraciones, de parte de
Clinton y de Blair, de la “estricta política fiscal” como la opinión clave de la
izquierda moderna: la estricta política fiscal sostiene el crecimiento
económico, y el crecimiento nos permite cumplir con una política social más
activa en nuestra lucha por una mejor seguridad social, educación, salud...). Su
diferencia es por último reducida a los comportamientos culturales opuestos: su
“apertura” multiculturalista, sexual, etc., versus los “valores familiares”
tradicionales (de manera típica, esta es la opción derechista que se dirige y
alcanza a movilizar lo que queda de la “clase obrera” central en nuestras
sociedades occidentales, mientras que la “tolerancia” multiculturalista se ha
convertido en el motivo recurrente de las nuevas “clases simbólicas”
privilegiadas: no debe sorprender a nadie el hecho de que, en el ridículo
espectáculo de Giuliani versus la exposición de arte Sensation, el capital corporativo estaba
en el lado de Sensation). Esta opción
política no puede sino recordarnos el problema que sentimos cuando queremos un
edulcorante artificial en una cafetería norteamericana: la siempre presente
alternativa del Nutra-Sweet Equal y el High & Low, de bolsitas azules y
rojas, en donde casi cada uno tiene sus preferencias (evite las rojas, tienen
sustancias cancerígenas, o viceversa...) y este apego ridículo a la opción de
cada uno no hace sino acentuar el absoluto sin sentido de la alternativa. (¿Y
acaso no sucede lo mismo para los talk-shows nocturnos, en donde la “libertad de
opción” está entre Jay Leno y David Letterman? ¿O para las gaseosas: Coca o
Pepsi?)
Es un hecho bien conocido que el botón de
“Cerrar la puerta” en muchos ascensores es un placebo sin utilidad, dispuesto en
el lugar sólo para darle a los individuos la impresión de que participan de
algún modo, contribuyendo a la rapidez de la jornada del ascensor –cuando
apretamos ese botón, la puerta se cierra exactamente al mismo tiempo que cuando
apretamos el botón que indica el piso sin “apurar” el proceso por el hecho de
apretar también el botón de “cierre la puerta”. Este caso extremo de falsa
participación es una apropiada metáfora de la participación de los individuos en
nuestro proceso político “postmoderno”... Por supuesto, la respuesta postmoderna
a esto sería que el antagonismo radical emerge sólo a medida que la sociedad es
aun percibida como totalidad –¿no fue acaso Adorno quien dijera que
contradicción es diferencia bajo el aspecto de identidad? De modo que la idea es que con la era
postmoderna, el retroceso de la identidad de la sociedad involucra
SIMULTANEAMENTE el retroceso del antagonismo que parte en dos el cuerpo social
–aquello que recibimos a cambio de esto es el Uno de la indiferencia como el
medio neutral en el cual la multitud (de estilos de vida, etc.) coexiste. La
respuesta de la teoría materialista a esto es demostrar cómo este verdadero Uno,
este territorio en común en el que múltiples identidades florecen, reposa de
hecho en determinadas exclusiones, y está sostenido por un invisible quiebre
antagónico.
Y esto nos trae de vuelta a Buchanan: de manera
significativa, la única fuerza política con mínimo peso de seriedad que SÍ evoca
todavía una respuesta antagonista de Nosotros contra Ellos es la nueva derecha
populista (Le Pen, Haider, Republicanos en Alemania, Buchanan en Estados
Unidos). Sin embargo, es precisamente debido a esta razón que juega un papel
estructural clave en la legitimación de la nueva hegemonía multicultural
tolerante liberal-democrática. Para empezar, tiene el común denominador negativo
de todo el espectro de centro-izquierda: son los excluidos, los que a través de
esta misma exclusión (su –por el momento, al menos– inaceptabilidad como partido
del gobierno) proveen la legitimidad negativa de la hegemonía liberal, la prueba
de su comportamiento “democrático”. En este sentido, su existencia desplaza el
VERDADERO centro de atención de la lucha política (que es por supuesto la
urgencia de cualquier alternativa radical de izquierda) hacia la “solidaridad”
de todo el bloque “democrático” contra el peligro derechista. Ahí reside la
última prueba de la hegemonía democrática liberal de la escena política
ideológica, la hegemonía lograda con
la emergencia de la “Tercera Vía”
socialdemócrata: la “Tercera Vía”
es precisamente la social democracia bajo
la hegemonía del capitalismo liberal democrático (i.e. desprovisto de su mínimo
chispazo subversivo), consiguiendo de este modo excluir la última referencia al
anticapitalismo y a la lucha de clases. Segundo, es absolutamente crucial
que los nuevos populistas de derecha sean la única fuerza política “seria” de
hoy en día que se dirijan a la gente con la retórica anticapitalista, cubierta
no obstante de ropajes nacionalistas/racistas/religiosos (corporaciones
multinacionales que “traicionan” a la gente sencilla y trabajadora de nuestra
nación).
En
el congreso del Front National hace un par de años, Le Pen subió al escenario a
un argelino, un africano y un judío, los abrazó y le dijo al público reunido:
“Ellos son tan franceses como yo –¡son los representantes del gran capital
multinacional, ignorando su deber hacia Francia, quienes constituyen el
verdadero peligro para nuestra identidad!” Hipócritas como son estas
declaraciones, son no obstante la señal de cómo la derecha populista se dirige a
ocupar el terreno dejado vacante por la izquierda. Aquí el nuevo centro liberal
democrático juega un doble juego: coloca a la derecha populista como nuestro
enemigo en común, mientras manipula eficazmente este cuco derechista para
hegemonizar el terreno “democrático”, i.e. para definir el terreno e imponerse
sobre su verdadero adversario, la izquierda radical. Así, confundidos como
pueden estar, sucesos como el apoyo de Fulani a Buchanan no son otra cosa sino
finalmente el desesperado intento de la izquierda radical de escapar de la
hegemonía de la “izquierda postmoderna” de la Tercera Vía: en esta
sobrecogedora, monstruosa coalición, la izquierda de la Tercera Vía recibe de
vuelta su propio mensaje en forma invertida –verdadera. Dicho en corto, el
sobrecogedor matrimonio de Fulani y Buchanan es un síntoma de la izquierda de la
Tercera Vía.
Desde esta perspectiva, incluso la defensa
neoconservadora de los valores tradicionales se ve bajo una nueva luz: como la
reacción contra la desaparición de la normatividad ética y legal, la cual es
reemplazada gradualmente por regulaciones pragmáticas que coordinan los
intereses particulares de distintos grupos. Esta tesis puede parecer paradójica:
¿no vivimos acaso en la era de los derechos humanos universales que se reafirman
incluso en contra de la soberanía de un Estado? ¿No fue el bombardeo de la OTAN
a Yugoslavia el primer caso de intervención exitosa (o al menos
autorrepresentada como exitosa) con base en el interés normativo, sin referencia
a ningún interés “patológico” de tipo político económico? Dicha nueva
normatividad de los “derechos humanos” es, a pesar de su apariencia, su total
opuesto. Aquí el punto no es simplemente el viejo argumento marxista acerca de
una brecha entre la apariencia ideológica de la forma legal universal y los
intereses particulares que efectivamente la sostienen; a este nivel, el
contra-argumento (hecho, entre otros, por Lefort y Ranciere) de que la forma,
precisamente, no es nunca una “mera” forma, sino que involucra una dinámica
propia que deja sus huellas en la materialidad de la vida social, es
absolutamente válido (la “libertad formal” burguesa pone en movimiento el
proceso de demandas políticas y prácticas muy “materiales”, que va desde los
sindicatos hasta el feminismo). El énfasis principal de Ranciere está en la
ambigüedad de la noción marxista de “brecha” entre la democracia formal (los
derechos del hombre, libertad política, etc.) y la realidad económica de
explotación y dominación. Uno puede leer esta brecha entre la “apariencia” de la
igualdad/libertad y la realidad social de las diferencias económicas,
culturales, etc., sea bajo la manera “sintomática” estándar (la forma de los
derechos universales, igualdad, libertad y democracia es sólo la forma necesaria
pero ilusoria de expresión de este contenido social concreto, el universo de
explotación y dominación de clase), sea bajo el sentido mucho más subversivo de
una tensión en la cual la “apariencia” de egaliberté, precisamente NO ES una “mera
apariencia”, sino la evidencia de una efectividad propia que permite poner en
movimiento el proceso de rearticulación de relaciones socio-económicas concretas
mediante su progresiva “politización” (¿Por qué no deberían votar las mujeres
también? ¿Por qué no deberían las condiciones en el ambiente de trabajo ser
también materia de interés público?, etc.). Uno está tentado de poner en uso
aquí el viejo término
levistraussiano de “eficiencia simbólica”: la apariencia de egaliberté es una ficción simbólica que
posee una eficiencia propia concreta –uno debería resistir la adecuada tentación
cínica de reducirla a una mera ilusión que permita una actualidad
distinta.
Lo que tenemos ahora, por el contrario, es el
cinismo postmoderno: el hecho de que, detrás de la forma universal (o forma
legal), existe algún interés particular o el compromiso de su multitud de formas
particulares es DIRECTAMENTE (FORMALMENTE incluso) TOMADO EN CUENTA –la norma
legal que se impone a sí misma es “formalmente” percibida/postulada como
compromiso regulador entre la multitud de intereses (étnicos, sexuales,
ecológicos, económicos...) “patológicos”. El argumento de la crítica ideológica
del marxismo clásico es de este modo, de manera perversa, directamente incluido
e instrumentalizado, y la ideología mantiene su validez a través de esta falsa
auto-transparencia. Lo que se evapora en el universo post-político de hoy no es
pues la “realidad” tapada por fantasmagorías ideológicas, sino APARIENCIA MISMA,
la apariencia de cierta ajustada norma, su fuerza “performativa”: el “realismo”
–tomar las cosas tal como “realmente son” – es la peor
ideología.
El principal problema político de hoy en día es:
¿cómo rompemos este consenso cínico? La democracia formal en sí misma no debe
ser fetichizada aquí –su límite está perfectamente delineado por la situación
venezolana luego de la elección del General Chávez a la presidencia en 1996. Él
ES “autoritario”, carismático, antiliberal, populista, PERO uno TIENE que tomar
ese riesgo en la medida en que la democracia liberal tradicional no está en
capacidad de articular algún tipo de demandas radicales populares. La democracia
liberal tiende hacia las decisiones “racionales” dentro de los límites de lo (que es percibido como) posible; para gestos más
radicales, las estructuras carismático proto-“totalitarias” con lógica
plebiscitaria, en las que uno “elige libremente las soluciones impuestas” son
más eficaces. La paradoja a asumir es que en la democracia, los individuos
tienden a permanecer pegados al nivel de “adorar los bienes” – a menudo SÍ se
necesita un Líder para estar en capacidad de “hacer lo imposible”. El Líder
auténtico es literalmente el Único que me permite efectivamente escogerme a mí
mismo –la subordinación a él es el mayor acto de libertad.
Las coordenadas de la constelación de hoy se
hallan bien representadas por dos recientes películas, The Straight Story de David Lynch y The Talented Mr. Ripley de Anthony
Minghella. Desde el principio de The
Straight Story de David Lynch, las palabras que introducen los créditos,
“Walt Disney presenta: una película de David Lynch”, proveen tal vez la mejor
síntesis de la paradoja ética que marca el fin de siglo: el montaje de la
transgresión con la norma. Walt Disney, la marca de los valores familiares
conservadores, lleva bajo su paraguas a David Lynch, el autor que representa la
trangresión, iluminando el submundo obsceno del sexo pervertido y la violencia
que florecen debajo de las respetable superficie de nuestras vidas.
Hoy en día, cada vez más, el aparato cultural
económico mismo, para reproducirse en las condiciones de competitividad del
mercado, no sólo precisa tolerar, sino directamente incitar efectos y productos
de choque cada vez más fuertes. Baste recordar recientes tendencias en las artes
visuales: ya pasaron los días en los que teníamos sencillas estatuas o cuadros
enmarcados –lo que tenemos ahora son exposiciones de marcos mismos sin pinturas,
exposiciones de vacas muertas y sus
excrementos, videos del interior del
cuerpo humano (gastroscopías y colonoscopías), inclusión de olores en la
exposición, etc. Nuevamente aquí , como en el dominio de la sexualidad, la
perversión ya no es subversiva: los excesos chocantes son parte del sistema
mismo, el sistema se alimenta de ellos para reproducirse a sí mismo. Así que si
los primeros films de Lynch también habrían caído en esa trampa, ¿qué hay
entonces con The Straight Story,
basada en el caso verdadero de Alvin Straight, un viejo granjero lisiado que
condujo a través de las praderas americanas en un tractor John Deere para ir a
ver a su afligido hermano? ¿Implica esta lenta historia de persistencia, la
renuncia a la trangresión, el regreso hacia la cándida inmediatez de la
permanencia ética y directa de la fidelidad? El mismo título de la película de
refiere sin duda a la obra previa de Lynch: esta es la honesta historia respecto
de las “desviaciones” del submundo siniestro desde Eraserhead a Lost Highway. Sin embargo, ¿qué sucede
si el “honesto”1 héroe del reciente film de Lynch es
efectivamente más subversivo que los excéntricos personajes que poblaban sus
películas anteriores? ¿Qué si en nuestro mundo postmoderno en el cual el
compromiso ético radical es percibido como ridículamente fuera de tiempo, él es
el verdadero marginal? Uno debería recordar aquí la vieja anotación de G.K.
Chesterton en su A defense of Detective
Stories, sobre que el relato de detectives “recuerda previamente en cierto
modo que la civilización misma es el más sensacional de los comienzos y la más
romántica de las rebeliones. Cuando el detective en un policial se queda solo y
de algún modo tontamente valeroso entre los cuchillos y los puños de un hueco de
rateros, sin duda sirve para recordarnos que es el agente de la justicia social
aquel que representa la figura original y poética, mientras que los ladrones y
salteadores son meros, plácidos y arcaicos conservadores, felices en la
inmemorial respetabilidad de simios y lobos. [La novela policial] se basa en el
hecho de que la moralidad es la más oscura y atrevida de las
conspiraciones.”
¿Y
qué sucedería si ESTE fuera el mensaje final de la película de Lynch –que la
ética es “la más oscura y atrevida de las conspiraciones”, que el sujeto ético
es aquel que efectivamente amenaza el orden existente, a diferencia de la larga
serie de excéntricos pervertidos lyncheanos (el Barón Harkonnen en Dune, Frank en Blue Velvet, Bobby Perú en Wild at Heart...) que finalmente lo
sostienen? En este preciso sentido el contrapunto a The Straight Story es The Talented Mr. Ripley de Minghella,
basada en la novela de Patricia Highsmith, del mismo nombre. The Talented Mr. Ripley cuenta la
historia de Tom Ripley, un ambicioso neoyorquino en bancarrota, que es ubicado
por el rico magnate Herbert Greenleaf, quien piensa erróneamente que Tom ha
estado en Princeton con su hijo Dickie. Dickie se encuentra vagando en Italia y
Geenleaf le paga a Tom el viaje a Italia para que haga entrar en razón a su hijo
y tome el lugar correcto en los negocios de la familia. Sin embargo, una vez en
Europa, Tom queda fascinado no sólo con Dickie mismo, sino con la brillante,
canchera y socialmente aceptable vida adinerada en la que vive Dickie. Todo lo
que se dice acerca de la homosexualidad de Tom está fuera de lugar: Dickie no es
para Tom el objeto de deseo, sino su sujeto ideal deseable, el sujeto
transferencial “que supone saber/cómo desear”. En pocas palabras, Dickie se
convierte en el ego ideal de Tom, la figura de su identificación imaginaria:
cuando repetidamente le mete una mirada de reojo a Dickie, no traiciona su deseo
erótico para emprender un comercio erótico con él, para POSEER a Dickie, sino su
deseo de SER como Dickie. De esta manera, para resolver ese problema, Tom
concibe un elaborado plan: durante un viaje en bote, asesina a Dickie y luego,
durante un tiempo, asume su identidad. Haciéndose pasar por Dickie, organiza las
cosas de manera que luego de la muerte “oficial” de Dickie, hereda su riqueza;
una vez cumplido aquello, el falso Dickie desaparece, dejando tras de sí una
nota suicida alabando a Tom, mientras éste reaparece evadiendo exitosamente a
los suspicaces investigadores e incluso ganándose el agradecimiento de los
padres de Dickie, para luego salir de Italia rumbo a Grecia.
A
pesar de que la novela fue escrita a mediados de los 50s, uno puede decir que
Highsmith se adelanta a la reescritura terapéutica actual de la ética en
“recomendaciones”, que uno no debería seguir demasiado a ciegas. Ripley se
detiene sencillamente en el último escalón en esta reescritura. No matarás –a
menos que no haya otra manera de encontrar la felicidad. O, como la misma
Highsmith declara en una entrevista: “Podría ser calificado de psicótico, pero
no lo llamaría demente porque sus actos son racionales. (...) Lo considero más
bien una persona civilizada que mata porque tiene que hacerlo”. Ripley no se
parece así en nada al “American Psycho”: sus actos criminales no son frenéticos
passages a l’acte, estallidos de
violencia en los que descarga la energía acumulada por las frustraciones de
la vida cotidiana yuppie. Sus crímenes están calculados con
un razonamiento
pragmático sencillo: hace lo que es necesario para
alcanzar su objetivo, la
vida acomodada de los suburbios exclusivos de París. Lo que es realmente
inquietante en él, por supuesto, es que de alguna manera parece perder el más
elemental sentido ético: en la vida diaria, es en general amigable y considerado
(aunque con un toque de frialdad), y cuando comete un asesinato, lo hace con el
mismo remordimiento que uno siente cuando tiene que realizar una tarea
desagradable pero necesaria. El es el psicótico final, la mejor ejemplificación
de lo que Lacan tenía en mente cuando decía que la normalidad es la forma
especial de la psicosis –de no estar atrapado traumáticamente en la telaraña
simbólica, de mantener “libertad” respecto del orden simbólico.
Sin embargo, el misterio del Ripley de Highsmith
trasciende el motivo ideológico norteamericano estándar de la capacidad del
individuo de “reinventarse” a sí mismo, de borrar las huellas del pasado y
asumir a fondo una nueva identidad, que trascienda el “yo proteano” postmoderno.
Ahí reside la falla final de la película respecto de la novela: la película
“gatsbyíza” a Ripley en una nueva versión del héroe norteamericano que recrea su
identidad de manera sombría. Aquello que aquí se pierde se encuentra mejor
ejemplificado por la diferencia crucial entre la novela y la película: en esta
última, Ripley posee los meneos de una consciencia, mientras que en la novela,
síntomas de una consciencia están sencillamente más allá de su entendimiento. Es
por eso que la explicitación de los deseos homosexuales de Ripley en la película
también yerra en el tema. Lo que Minghella implica es que, para los años 50, la
Highsmith se vió empujada a ser más circuspecta para hacer al héroe más
digerible respecto de un público masivo, mientras que hoy en día podemos decir
las cosas de una manera más abierta. Sin embargo, la frialdad de Ripley no es el
efecto de superficie de su postura gay, sino más bien lo opuesto. En una de las
últimas novelas de Ripley, nos enteramos que le hace el amor una vez por semana
a su esposa Heloise, como un ritual habitual –sin ninguna pasión de por medio,
Tom es como Adán en el Paraíso previo a la caída, cuando, según San Agustín, él
y Eva sí tuvieron sexo, pero realizado a la manera de un simple ritual
instrumental, como quien siembra semillas en el campo. Una manera de leer a
Ripley es decir que es angelical y que vive en un universo que precede a la Ley
y sus transgresiones (el pecado).
En una de las últimas novelas de Ripley, el
héroe ve dos moscas en la mesa de la cocina y al mirarlas de cerca y ver que
están copulando, las aplasta con asco. Este pequeño detalle es crucial –el
Ripley de Minghella NUNCA hubiera hecho tal cosa: el Ripley de la Highsmith está
de algún modo desconectado de las cosas relativas a la carne, disgustado de lo
Real de la vida, de su ciclo de generación y corrupción. Marge, la enamorada de
Dickie, da una adecuada caracterización de Ripley: “De acuerdo, tal vez no sea
marica. Simplemente no es nada, lo cual es peor. No es lo suficientemente normal
como para tener algún tipo de vida sexual”. Tanto como dicha frialdad
caracteriza cierta postura lésbica, uno está tentado de alegar que, en vez de
ser un homosexual reprimido, la paradoja de Ripley es que es un varón lésbico.
La frialdad desentendida que subyace debajo de todas las posibles variables de
identidad de algún modo desaparece de la película. El verdadero enigma de Ripley
es por qué persiste en esta gélida conducta, manteniendo una psicótica falta de
compromiso con cualquier apego humano pasional, incluso luego de alcanzar su
meta y recrearse a sí mismo como el respetable art-dealer que vive en un rico
suburbio parisino.
Quién
sabe, la diferencia entre el héroe “recto” de Lynch y el Ripley “normal” de la
Highsmith determinan las coordenadas extremas de la experiencia ética del
capitalismo avanzado de hoy –con el raro giro de que Ripley es el “normal”
siniestro y el hombre “recto” el raro siniestro, incluso pervertido. ¿Cómo vamos
a salir entonces de este camino sin salida? Los dos héroes tienen en común la
inclemente dedicación en alcanzar sus metas, de modo que una manera parece ser
el abandonar este rasgo en común y rogar por una humanidad más “cálida” y
compasiva lista para aceptar compromisos. Pero ¿acaso no es dicha “débil (es
decir: sin principios) humanidad” el modo predominante de la subjetividad de hoy
en día, al punto que ambas películas proveen sus dos extremos? A fines de los
años 20, Stalin definió la figura del bolchevique como la unión entre la
apasionada obstinación rusa y el recurseo norteamericano. Tal vez, siguiendo las
mismas líneas uno pueda alegar que la salida está más bien en la imposible
síntesis de ambos héroes, en la figura lyncheana del hombre “recto” que persigue
su objetivo, junto al sabio recurseo de Tom Ripley.
****
En
los últimos días de 1999, la gente de los alrededores del mundo (occidental) fue
bombardeada por las numerosas versiones del mismo mensaje que encarna
perfectamente el estallido fetichista “lo sé perfectamente bien, pero...” .
Inquilinos de las grandes ciudades empezaron a recibir cartas de los
administradores de los edificios, diciéndoles que no había de qué preocuparse,
que todo estaría bien, pero que de todos modos llenaran sus tinas de agua y
prepararan una provisión de comida y velas; los bancos estaban diciéndoles a sus
clientes que sus depósitos estaban a salvo, pero que a pesar de ello debían
proveerse con algo de efectivo y tener a mano su estado cuenta; hasta el alcalde
de Nueva York, Rudolf Giuliani, quien repetidamente calmó a sus ciudadanos con
el mensaje de que la ciudad estaba bien preparada, pasó no obstante la noche de
año nuevo en el bunker de concreto al interior
del World Trade Center,
asegurado en contra de armas químicas y biológicas...
¿La
causa de toda esta ansiedad? Una no entidad usualmente referida como el
“Millenium Bug”. ¿Somos conscientes de cuán siniestra es nuestra obsesión con el
Millenium Bug? ¿Y cuánto de esta obsesión es acerca de nuestra sociedad? El Bug
no sólo fue generado por el hombre; uno puede incluso localizarlo de manera
precisa: debido a la poca imaginación de los programadores originales, las
estúpidas máquinas digitales no sabían cómo leer el “00” a la medianoche del 2000 (1900 o 2000).
Esta sencilla limitación de la máquina fue la causa, aunque la brecha entre la
causa y sus efectos potenciales era inconmensurable. Las expectativas fueron
desde la tontería hasta el terror, ya que incluso los expertos no sabían
exactamente qué pasaría: tal vez el desbarajuste total de los servicios
sociales, tal vez nada (que fue efectivamente el caso).
¿Estábamos
enfrentándonos realmente aquí con la amenaza
de un mal funcionamiento
mecánico? Por supuesto, la red digital se materializa en circuitos y chips
electrónicos, pero uno debe tener siempre en mente que este circuito es en
alguna medida “supuestamente conocido”: se supone darle cabida a cierto
conocimiento, y es este conocimiento –o, más bien, su ausencia– lo que fue la
causa de todas las preocupaciones (la inhabilidad de las máquinas para leer el
“00”). Con lo que nos confrontó el
Millenium Bug fue con el hecho de que nuestra vida “real” misma está sostenida
por un orden virtual de conocimiento objetivado, cuyo mal funcionamiento puede
tener consecuencias catastróficas. Jacques Lacan lo llamó Conocimiento
objetivizado –la sustancia simbólica de nuestro ser, el orden virtual que regula
el espacio intersubjetivo –el “gran Otro”. Una versión más popular y paranoica
de la misma noción es el Matrix de la película de los hermanos Wachowsky que
lleva el mismo nombre.
Aquello que realmente se convirtió en una
amenaza para nosotros bajo el nombre de Millenium Bug fue la suspensión del
Matrix. Aquí podemos ver en qué sentido The Matrix (la película) estaba en lo
cierto: la realidad que abandonamos está tan regulada por la super poderosa e
invisible red digital que su colapso puede crear una “real” desintegración
global. Razón por la cual es una peligrosa ilusión reclamar que el Bug pudo
haber traído una liberación: si estuviéramos a punto de ser privados de la red
digital artificial que interviene y sostiene nuestro acceso a la realidad, no
encontraríamos vida natural en su verdad inmediata, sino la insoportable tierra
baldía –“¡Bienvenidos al desierto de lo real!”, como es ironicamente felicitado
Neo, el héroe de Matrix, en el
momento en que ve la realidad tal como es, sin el Matrix.
¿Qué es entonces el Millenium Bug? Tal vez el
último ejemplo de lo Lacan llamó objet
petit a, el “pequeño Otro”, la causa-objeto del deseo, una pequeña partícula
de polvo que le da cuerpo a la ausencia del gran Otro, el orden simbólico. Y es
aquí en donde aparece la ideología: el Bug es el sublime objeto de la ideología.
El término mismo es elocuente respecto de sus tres significados: un glitch/defecto; un insecto; un
fanático. Este desvío del significado realiza la operación ideológica más
elemental: una simple pérdida imperceptible o glitch, adquiere una existencia
positiva, convirtiéndose en un “insecto” incómodo con el don de cierta actitud
psíquica (fanatismo) –y el mal funcionamiento adquiere súbitamente una causa, un
fanatismo que debe ser exterminado como un insecto... y ya estamos de lleno en
la paranoia. Hacia fines de diciembre de 1999, el principal periódico esloveno
de derecha puso como titular: “¿Es realmente un peligro –o una cortina de
humo?”, dando a entender que ciertos oscuros círculos financieros auspiciaban el
pánico del Y2K y que sería usado para poner en marcha un gigantesco fraude...
¿No es el Bug la mejor metáfora animal para una imagen antisemítica de los
judíos: un insecto rabioso que introduce la degeneración y el caos en la vida
social, la verdadera causa oculta de los antagonismos
sociales?
En un movimiento que repite simétricamente la
paranoia derechista, Fidel Castro denunció también –luego de que se hizo obvio
que no había tal Bug, que las cosas seguirían su curso de manera más o menos
suave– el miedo del Bug como algo promovido por las grandes compañías de
computadoras, diseñado para hacer que la gente compre computadoras nuevas. ¡Y,
efectivamente, una vez pasado el miedo y aclarado el hecho de que el Millenium
Bug era una falsa alarma, se oyeron denuncias desde todos lados en el sentido de
que debía haber una razón para tanta bulla por nada, algún interés (financiero)
oculto que en primer lugar difundía el miedo –¡es imposible que todos los
programadores cometieran un error tan grande! El centro de la discusión giró
entonces hacia el típico dilema post-paranoide: ¿hubo realmente un Bug cuyas
catastróficas consecuencias fueron evitadas por medidas preventivas, o no hubo
nada simplemente, de manera que las cosas hubieran marchado con tranquilidad sin
haber tenido que gastar el billón de dólares al tomar esas medidas? Nuevamente
se trata del objet petit a, el vacío
que “es” la causa-objeto del deseo en su manera más pura: un cierto “nada de
nada”, una entidad sobre la cual ni siquiera es seguro el hecho de que
“realmente exista” o no, y que no obstante, como el ojo de una tormenta, causa
una gigantesca conmoción alrededor suyo. En otras palabras, ¿no fue el Millenium
Bug algo de lo cual MacGuffin Hitchcock mismo hubiera estado
orgulloso?
Tal vez de este modo, uno puede concluir con un
modesto argumento marxista: desde que la red digital nos afecta a todos, desde
que ES la red la que regula ya nuestra vida diaria hasta en sus rasgos más
comunes como las reservas de agua, debe ser socializada de alguna manera. ¿Es
esta una medida “totalitaria” amenazando con imponer un control sobre el
ciberespacio? SÍ.
Traducido
por Rodrigo Quijano
1 Nota del traductor: En referencia al
“straight” del título: directo, derecho, honesto, recto y también
coloquialmente, heterosexual.